jueves, 27 de enero de 2011

Cuando leí el nombre de mi padre

Las confusiones, las confesiones, contusiones o conmociones literarias y el problema de la verdad; ah, la imposible verdad del confeso.
Confesar dar cuenta como reo o litigante ante el juez.
Parte de la celebración del sacramento de la penitencia o reconciliación en la que el penitente declara al confesor los pecados cometidos.
¿Quién es el confesor?
¿Qué avidez igualmente cándida o perversa le hace pedir por nuestras almas y sus actos?
Cuando leí el nombre de mi padre en un himnario de la Iglesia Luterana para Latinoamérica rocé los bordes del arpón: Traducido por David Schmidt (1922-1961) el sentido de los himnos, la letra de molde y el fantasma (yo tenía seis años cuando mi padre murió) se encriptaron bajo la forma de un libro; ataúd y barco que otorgaron al duelo una plumita del deseo.
La relación entre los vocablos, traductor, sacerdote, profesor, himnos titulados La mañana o Por gracia sola yo soy salvo, el rey David como guerrero y pecador, la doble etimología del apellido (orfebre en oro o hierro//herrero, nunca debidamente constatada) fue lo que me ocupó a lo largo de esos cuarenta años en los que me transformé en el padre de mi padre.
La estupefacción del luto miró en la Biblia el otro libro de mi padre, allí era el también un niño que clamaba por su nombre y yo lo acompañaba, confuso, secreto, iluminado por el desierto donde se había hallado una sola palabra para todo (antes de Babel; después del Cristo).
Entre las tapas negras del Libro, del barco, del responso, con esa clase de existencia que sólo dura como la piel de un fruto.
Durante la pubertad, adolescencia y primera juventud sobreviví cómo expósito en un universo femenino constituido por madre, abuela, tía, hermanas, domésticas, que trabajaban a su vez en un negocio familiar destinado a mujeres (bazar, joyería) la búsqueda de conocimiento, la experiencia primordial de escritura operaron como reacción y desclasamiento de esa familia que hozaba en las fantasías de la clase media provinciana y fueron también un hundimiento en la virilidad, los amigos de entonces creían que las guitarras, las palabras, eran la vaina de la espada.
Un colegio secundario pequeño y demorado, ausente de las tradiciones del saber o la ruptura, la afición de mi hermano mayor a la literatura, el contacto meramente incidental con un par de muchachos que leían la poesía de la época y algo más[poesía rusa, árabe, japonesa, china soportada por sospechosas traducciones en endebles folletos adquiridos por las cuevas de usados de Buenos Aires y Córdoba] sumado a los extraviados de la clase media baja que predicaban el nacimiento del rock en la Argentina (fines de los sesenta, comienzo de los setenta) dejaron el resto, la poesía, la música ,la literatura ,el cine me bañaban en el sentido de un dominio, de una singularidad.
La identidad de lo vital tuvo esa forma.
Y corrían los símbolos, la mitología, el hinduismo, el esoterismo, la magia, la mística, Krishnamurti, Herman Hesse, los beatniks… epifanías casi marchitas de la generación de las flores, operando detrás, mezclando la inocencia del que pretende hallar afuera lo de adentro con cierto escepticismo terminal.
Cómo decirlo, si una confesión es el relato que alguien hace de su propia vida para explicarla a los demás, para atenerme al género debería hablar del montaje de mi alma, de cómo terminé creyendo que la poesía era el silencio de Dios y todo poeta una caja por


cuyos desgarros fluía esa advertencia: todo está dicho, todo debe decirse nuevamente y para eso el Verbo se hará carne y el poema devendrá en falsificación del yo ante el magneto de lo especular.
Porque si la Biblia era el Libro (y lo es) llegué a ella por el sino de una leche tan sacramental como agostada…cuando en la madurez fui acometido por la exégesis, la hermenéutica, no extravié ni un ápice de mi fervor; se alzaba la mística como turbia dadora de ese pan robado: escribir, escribir.
Y borrar.
Así acabé renegando de poetas y poemas y adorando a la poesía convencido, siento, de que descubriría un propósito para durar en este mundo altivo y puro soportando un propósito, una contingencia, moral.
Durante la primavera alfonsinista en mi ciudad hicimos revistas, ciclos de lectura, recitales, pegatinas, folletos, plaquetas –vendí, promocioné, pedí publicidad, recorrí pasquines, puse la cara construyendo la inabolible certeza de que la poesía no era algo para el mundo
sino algo en, contra, el mundo… equivocados dormían Rimbaud, los surrealistas; la música verbal, la revolución del sentido no, no iban a cambiar la vida ni las condiciones de la época…lo poético es un campo de batalla espiritual.
El sueño versus la descripción (y viceversa), el margen versus el canon, la soledad versus los clubes…Versus se llama un libro de poemas de Eduardo Dalter.
Versus, no Versos.
Así, cuando en el ´73 fui por dos o tres meses a la Universidad Nacional de Córdoba a estudiar Filosofía y contemplé el fervor de los desaparecidos y estafados, su hermosa sangre derramada y negociada, dejé el umbral del claustro y me arrojé a la calle.
El ERP, los Montoneros, eran la épica no la novela de la Historia. Mesiánicos, inútiles, necesarios. Fragmentos, alitas, holocaustos.
Por los alrededores de la Catedral algún lumpen y otros bizarros me enseñaron a Eliot, Pellicer, Henry Miller, el tango, Platón, la rabia, aguantar, ser nadie/nada/nunca, San Agustín, la ginebra, Knut Hamsun, Marechal, Celine, Gurdjieff, la alquimia, Bergmann, y a trabajar por un sándwich de milanesa. Supe entonces lo que ya sabía, la vida era apenas eso, una lectura entre relámpagos, una elegida pobreza
Y escribía en libretitas, en cuadernos (y escribo ahora en hojas sueltas, usadas, encontradas por allí…) desde fines de los ’60 a mediados de los ’90 palpar por detrás de la hoja [oficio] el picotazo de la tecla, su augurio, su eco, su sombra.
Entre esos borrones descubrí la alegría.
Alegría era la gratuidad, la gratitud al instante en que olvidaba esa bolsa de vísceras y ropas que actuaba, las reconvenciones de mi madre y la jocosa piedad de tantos…ese muchacho tan inteligente y posible que fui, para mi pena.
Y todo pasó volví a mi pueblo, la dictadura, el empleo ,el cielo ancho, Juanele, la generación del ’40,Girondo,Fijman,Mastronardi,Molinari,Borges,Carpentier,Rilke,Dylan Thomas (no puedo hacer toda la lista, eso es de almaceneros…)la liturgia peronista, el vino en las pizzerías, las noches como un sopapo hasta que, a los treinta, reboté en Córdoba por algunos años, trabajé de invisible y en la Plaza Colón durante un mes escribí Serie Americana, lo importante no fue esa conmoción sino aceptar que escribir era otra vez –como a los quince- un sol para los muertos…la banalidad del mal y las fruiciones del progreso quedaban atrás o mejor dicho, adelante, vueltas confesión, constipación,
composición, convicción, con eso, una palabra al lado de la otra, abajo de la otra; hasta el silencio.
Y todo pasó volví a mi pueblo, el empleo, Menem, el amor de ella, el amor a ella…su oreja, su intuición, la hondura de lo tácito (desde la primera vez y para siempre)su abrazo y los duelos que de algún modo nos unieron (el de su madre, el de mi padre)no nos separa en la muerte.¿Qué se confiesa del amor conyugal, qué se promete como un retintín de lo eterno, no es acaso ese cliché solemne: hasta que la muerte nos separe?
No nos separa la muerte, la vida, el pensamiento…y cuanto de lo que pude escribir cegado, hiriente, confiado volvió desde su intelección, su gusto, con los ojos abiertos, curado, crítico y sólo fue palabra, jade, barro por su escucha…el amor a mi hijo, los estoicos, toda la poesía argentina contemporánea crecida como un yuyo de la última constelación, la teología, los románticos alemanes, editar durante 20 años poesía argentina y universal, la colaboración con centenares de revistas, hacer talleres y notas en los diarios para pagar la luz(para apagar la luz), los fines de semana donde escribía de un tirón(me tironeaba)quince, veinte cartas a seres que nunca conocí salvo en sus sueños y fracasos…
Los libros, los libros, me rodeaba una biblioteca con estantes [al fin, el Fin] (ya había vendido la biblioteca de mi adolescencia y después la de mi primera juventud y con el saldo de esas millones de palabras escribí un poema llamado El resto es literatura que Edna Pozzi, transcribió en una novela suya y ella no sabe y apenas lo comprendo yo que, esa novela ,también será vendida, prestada, mal leída, para calmar el hambre material o espiritual de alguno y que todo comienza como encanto y termina en frustración menos…esa plumita del deseo).
Libros, mi única avaricia, mi desazón… durante media vida en cajas, en bolsos, debajo de la cama, regalados, obviados, olvidados en mudanzas y accidentes.
Los libros de mi padre, ediciones impresas en alemán gótico de los siglos XVII y XVIII con tapas de madera forrada en cuero, quemados por mamá en el patio de casa…quién va a querer esto, decía….no hay lugar…y sa siesta mirando como ardían las ediciones de Lutero, los abstrusos manuales de una religiosidad  seca y étnica traída al país sobre todo por los rusos blancos desde la nieve y el trigo de remotas llanuras al este o al oeste del Edén.
El dios de Lutero, una deidad donde la confesión es, precisamente, el aciago silencio de la conciencia, no, no medran allí dispensando la gracia, amables hombrecitos disfrazados…y veía calcinarse a mi padre nuevamente  en ese estallado avión donde bajó y, supongo que después volvió a subir, a los cielos; Sao Paulo era el lugar y el santo.
Como un gran pájaro negro contemplaba su predicación en la iglesia de Villa Ballester y nos miraba severo, convencido…después del culto, la escuela dominical, los himnarios,
memorizar el Catecismo Menor so pena de sufrir las iras del Dr. Martín Lutero y las imágenes del Apocalipsis, altas, entre las mesas de madera negra…mirando las láminas del valle de los huesos pensaba una y otra vez en como sería la resurrección de los cuerpos…y dudaba.
Yo era un gordito bueno entre esos hijos de alemanes y norteamericanos (a los dos años mi madre me llevó al neurólogo porque no hablaba y me pasaba el día en un rincón con un
gato en los brazos…y me pasé la vida en un rincón con el desprecio en los brazos y hablé interminablemente para ver hasta dónde podía cavar este silencio…)
Editar y mucho más leer tanta poesía excéntrica al canon argentino, me hizo fundamentar ontológicamente aquel momento del ’85 cuando le dije a Víctor Federico Agustín Redondo
[en un departamento cerca de los tribunales en Córdoba] no me quiero ir a Buenos Aires, esa ciudad está colmada de gente que no conozco (luego le dediqué Serie Americana, supo mucho antes que yo que esas imágenes en el reojo de los seriales televisivos, los comics, el cine, el consumo, la música, los héroes podridos, era un libro…
En la plaza Colón se besaban los estudiantes y a la tardecita me iba a una sala de billares a mirar televisión por cable…en los ’90 en otra sala de billares Jorge Riestra me contó que, allá en el fondo, la metáfora de su vida había sido criar a sus hijos, solo, me pagaba la ginebra…iban y volvían las moscas como un oscuro dios de lo mejor. De pronto apareció un lumpen vendiendo números para el sorteo de una radio –que nunca entrega me explicaba Riestra-y esa radio de plástico blanca, muda e inalcanzable era la metonimia de la metáfora y los dos nos miramos sonrientes pensando en cualquier cosa.
Las concesiones, las confecciones, las contradicciones, las constricciones literarias.
¿De qué hablar sino, de que mi abuela recitaba a Olegario Víctor Andrade y Guido Spano, de la profesora de letras del secundario, de que leía la revista Radiolandia, de los primeros
aplausos, del penúltimo malentendido del bien entretenido, de los veinte mil libros que leí y releí o del recuerdo de tantas voces que salían como monjas o locas de un pozo de poetas, escritores, críticos…de lo que me costó escribir una palabra, una palabra, una palabra…para convencerme … y trasponerme?
¿El fondo de la luz es un espejo?
¿Quién permanece conmigo en el confesionario? ¿Ustedes? ¿Vos? ¿La literatura? miren aquí es muy fuerte el viento y cada uno se las arregla como puede…ya no tengo ni la edad, ni la paciencia…Antes sí, antes le preguntaba a cualquiera ¿está bien, te parece, puedo? incluso cuando estaba cierto del abismo, del aljibe, de una mano tendida y de a poco, tenaz, distraído, concomitante me volví feroz, impasible, decidido. Rompí el secreto.
Nadie sabe nada, a nadie le importa nada…
La poesía, te traga, te escupe, te mastica, somos al fin parte de su cuerpo…expulsión, producto de su cuerpo.
La estética, la metafísica, las tradiciones o traiciones o tracciones literarias, la academia, la crítica, la nota al pie, el té de la tesina, son a la poesía lo que un paraguas a la teoría de la relatividad digo, un recurso extraño {cursilongo más bien} de la impotencia; una tontera llegada a oficio de tinieblas.
Hay estúpidos que se quieren salvar atendiendo desde los dos lados del mostrador, a ese genero de estúpidos no pertenezco; no veo el mostrador, lo atravieso.
Las conferencias, las conjunciones, las conciliaciones, las conducciones literarias; la política de las relaciones, el tráfico de influencias sobre un piélago de anécdotas, murmullos, infamias ¿qué se arrastra? ¿La fama de bolsillo, la beca, el paper, los contratos, los retratos?
¿Lo vieron a Vespoli, a Bustriazo Ortiz, a Fijman, a Edith Vera por ahí? ¿Los vieron, los saludaron, los dejaron en paz, les pidieron algo? puedo asegurarles que no me van a ver a mí, yo no tengo la dignidad del empleado.
Mire, la cosa es así (esto, vivir) voy al trabajo, a mi casa, cuido a los míos, tomo un café, leo los diarios, leo cuatro libros a la vez, escribo, no hay nada más porque, si hubiera más yo no podría escuchar como rompe el ángel, su vaso de piedra contra el día.

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